domingo, 11 de agosto de 2013

Mediocris

En mi pueblo del que no quiero dar, en este caso, más de unas cuantas descripciones va a transcurrir, puede ser, lo que me llevó fuera del país; esa dicotomía que se fue entrelazando en mí como aire caliente y frío generando este gran huracán con su ojo excesivamente ingenuo y pasivo, que es donde me encuentro ahora, atrapado, con miedo de entrar en la ventisca.

Mi pueblo: 2600 metros sobre -y lejos- el nivel del mar. Lo cual lo hace un entorno frío, de páramo; casitas coloniales, rodeado de montañas y la totémica peña de Juaica que llega a 3000 metros sobre el nivel del mar.

En aquella época tenía el cabello largo y las palabras cortas. Me levantaba temprano para ir al colegio en esas mañanas húmedas y frías en que lo único que quería hacer era estar bajo las cobijas soñando y soñando; tomar chocolate, asomarme por la ventana y seguir durmiendo. Iba al colegio temprano para evitar percances, siempre con el miedo a la discordia de la entrada por mi cabello largo, zapatos, saco, camisa. Era un chico de carácter débil. Me decían algo y mi corazón empezaba a latir como loco y mis manos a temblar. Una sensación de mierda, de mierda, de mierda de mierda. Sin embargo, con un débil “pero”, agachaba la cabeza, me callaba, y seguía al colegio tranquilo de haber podido entrar, mas, instantáneamente, repercutía la sensación de ansiedad por salir nuevamente y llegar a casa de mi abuelita: comer mientras veía la televisión y dormir toda la tarde; ya que dormir y soñar era, para mí, la mejor televisión, donde yo era el personaje de toda esa obra onírica y fantástica.

Los primeros años del colegio era mediocre y perezoso, no hacía tareas, perdía de 5 a 8 materias por bimestre. Los últimos años también fui mediocre y perezoso pero máximo perdí una materia por bimestre. Veía toda esta recta de cursos: 6to 7mo 8vo 9no 10mo 11 en subida, como una gran montaña, siempre con el miedo de quedar a medio camino, pero sin querer estar allí. Con ganas de terminar, y sin esperanza de hacerlo por lo largos que eran los años en ésa época.

Escribo esto por miedo, nada más. No hay nada más cruel que aquél que te amenaza con tus propios fantasmas. Suelen ser tus amigos o conocidos que con una falsa solidaridad te pusieron la soga al cuello con favores y tú, yo, me hice trasparente. Humanos de mierda que somos.

Toda esta cagada que soy es nada más y nada menos que, no sé si como todos, el abrazo o la cachetada simultánea entre apariencia y realidad, que nunca se sabe a la final quién manda.  Mi apariencia de chico, obediente y guapo, me ha facilitado muchas cosas, lo acepto, pero esas cosas, no sé si por una especie de honestidad o el reclamo de algo que podríamos llamar real,  no me dejan satisfecho. Digo que me han favorecido por que en este mundo de apariencias, la mía, encajaba muy bien: hijo de familia católica, de pueblo, rubio, guapo, obediente, juicioso, amable y con una linda sonrisa -y no sé por qué la gente relacionaba esto con que fuera inteligente-.

Me sentía muy incómodo en el colegio, atrapado. Celebraba como un costeño en carnaval que se cancelaran las clases porque el profesor no había venido; por algún paro, asunto familiar, no me importaba, yo salía feliz hacia la casa a dormir.
Pasó el tiempo y cada vez fui rompiendo, hipócritamente, en silencio, aquella frontera de miedo: la de faltar al colegio. Me vestía para ir al colegio y en vez de guardar  cuadernos guardaba en la maleta otra camisa y otros zapatos. Salía de la casa como lo hacía normalmente, caminaba una cuadra en dirección al colegio, me aseguraba de que no viniera ningún profesor en el carro y giraba rápido, sintiendo miradas de reprobación en la espalda como si me estuviera siguiendo una víbora. Corría con mucha angustia y adrenalina, corría, corría y paraba; me ponía los otros zapatos, me quitaba el saco, me ponía la camisa  ¡me sentía libre, salvaje! y te empezaba a subir Juaica, sin parar, sin titubeos, no temblaba, no me latía el corazón a mil, me movía con suma comodidad y destreza y pronto, tan rápido como lo haría un pájaro, llegaba a la cima y miraba desde allí todo el pueblo que se volvía tan pequeño a mis pies. Ésa gente de la que quería huir ahora eran como hormiguitas revoloteando de un lado para otro.  Me sentía entero, acompañado por dios, imitando a dios: omnipotente, viéndolos a ellos y ellos sabiendo que existo, pero sin verme.

Si soy descendiente de españoles por mi aspecto y algunas costumbres familiares como ir a misa: ¿Por qué hacía con tanta naturalidad lo que hacían los indios Chibchas, como si fuera tradición?  Ir a morir a la peña de Juaica para ocultar el tesoro del Zipa, como si repitiera no el vía crucis de Jesús sino el de estos indios anónimos ¿No es contradictorio? Y de hecho yo lo soy, y en cada cosa relacionada a mí que le echo cabeza, encuentro éste fenómeno.

En esto no era mediocre. No sufría la crisis de lo inalcanzable, la angustia del medio que no se puede disfrazar de esperanza, como los que están abajo, ni  sentir vértigo, como los que están arriba. Esta medida de cordillera no todos la practican. Allá en mi pueblo son pocos los que salen, los que van, porque las montañas les impiden ver más allá. Lo que yo descubrí fue que subiendo a la cima de Juaica es donde podemos ver el inmenso horizonte que aquél que vive en el valle no ve. Ése obstáculo para unos se convirtió para mí en deseo. Deseo de irme más lejos. Y Cuando lo logré, me di cuenta que seguía en mi pueblo: las mismas montañas, las mismas casas, la misma gente, y yo, con mi dicotomía de mentira y verdad, entre mi pericia en subir montañas y mi mediocridad en subir notas, entre mi aparente inteligencia y mi real sensibilidad, seguía en el ojo de aquél huracán.
Peña de Juaica, Tabio, Colombia.


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1 comentario:

  1. El miedo a la verdad nos acosa. Escapamos, escapamos, escapamos hasta el infinito...........a pesar de que, dicen que, somos gregarios.
    Adrián.

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