viernes, 25 de octubre de 2013

Que día en Córdoba

Salí a caminar por las calles de Córdoba, pero no estaba ahí. En realidad estaba, por su humedad y lluvia, en mi pueblo, de donde soy, de donde mi madre me parió. Caminaba y extrañamente las mujeres me parecían hermosas, ¡qué va! Los chicos también. Iba con dos buzos y una chaqueta de frío polar (como les dicen acá) y en camino me puse la bufanda negra que me tapaba la boca y nariz, cosa que los transeúntes solo veían mis ojos que por instantes se eternizaban en el horizonte como viendo sin ver; aunque también a algunos pocos los miré, en el fondo pidiendo auxilio, no les miento.

Tenía un libro en mi mochila: la mochila regalada por mi chica que no fue mía sino de él. Pero bueno, ahora me acompaña. Agarré hacia arriba como por instinto montañero y llegué al Buen Pastor: una galería con agua, restaurante, venta de artículos en cueros argentinos y no sé qué más. ¡Ah! sí, en la dictadura militar fue una cárcel de mujeres. Ahí fui a parar. Caminaba por los balcones donde habían sillas, niños, fotos de músicos nacionales y parejas besándose y parejas besándose y más parejas besándose. Yo miraba sus labios de reojo. Imperceptible y ligero caminaba. Y ellos, solamente veían mis ojos. ¿Qué color verían? ¿Qué verían tras mis ojos? Me imagino cualquier bestialidad. Sigamos. Adelante, al lado de una silla en donde había una chica sentada en piernas de su chico (besándose) había otra silla, solitaria como yo, pero ella estaba vacía. Ahí fui a dar. Me senté con las piernas congeladas y los mocos acuosos. Estaba en una esquina y en la pared del lado un cajero electrónico. Miré la lluvia cómo caía, bajé mi mirada y dio contra el libro que ya estaba abierto en mis manos. Lo acabé. Pero antes tuve que ver tanta gente hacer fila para sacar dinero, que, intuitivamente, me di cuenta que eran más mujeres que hombres. Bueno, pero no quiero detenerme en detalles. Después de acabar el libro con un final lindísimo para lo que de mi país se puede esperar. Digo lindísimo por la honestidad del escrito o algo así, porque no sé bien que significa esa palabra.

Me llamó una amiga, sí, me acuerdo, me dijo que si iba a la facultad (de letras, “lo que estudio”) y le dije que no porque estaba leyendo, luego me intentó invadir ese maldito, hijuepúta, sentimiento de culpa, pero le gané -¡Timshal!- Le dije “si me aburro voy”. Solo, andariego, medio raro y todo, pero no fui.

Había visto en internet que a las seis de la tarde iban a dar una película en el cineclub, pero se me había hecho tarde por acabar el libro y dejarlo nuevamente en la biblioteca. Pero igual, seguí guiándome por el desgano. Porque antes de que me llamaran juraba que se me había quedado el celular en la residencia y no me devolví, no quería llamadas ni nada, entonces no sabía la hora. Al final ahí apareció: supe que era tarde para la película. Aun así me fui para el cineclub.

Llegué y había gente, a ninguno lo miré a los ojos. Compré la boleta y entré directo, eran las 6:30 y la película me había estado esperando, sí, esperaba que yo acabara el libro. Ahora que llegué al sur, bajo la cruz del sur, me dio por leer lo que nunca había querido: literatura Colombiana. Ver lo que nunca vi de mi tierra o al menos entender lo que había visto o mirado. Lo que pasó por mis ojos, pero no por mi conciencia, pero que estaba ahí metido, clavado, incrustado en mi sagrado corazón.


La película, ahora que estoy escribiendo, después de una conversación de paz en Colombia con un empanadero y cinco empanadas, me doy cuenta que la de berenjena fue la mejor. La película era de adolescentes niuyorquínos. No me interesan ustedes y sus estúpidas películas con sexo y amores. No quiero ver eso ahora que no tengo que comer, menos cuando tenga. Pero en el fondo quiero verlo, por eso, porque no lo tengo, pero después me siento el más idiota. Mejor me callo.

viernes, 18 de octubre de 2013

Onicofágia


Te había perdido o te habías desaparecido. Y el gentío seguía caminando apresurado por la acera. Los buses y autos seguía esperando en el semáforo y luego continuaban su marcha a bocinazos. El niño lloraba. Las palomas revoloteaban. Los edificios ensombrecían. El perro orinaba. El periódico volaba. Nadie se daba cuenta que habías desaparecido... "¿¡Dónde estás!?" -Gritaba-.

¡Ya sé!-dije- Creo que te escucho. A ver... Sí, te escucho ahí adentro ¡En mis dedos! Lo mejor será escavar ¡Espérame! Llegaré hasta ti ¿me oyes? Te desenterraré.



domingo, 6 de octubre de 2013

¡Todas las aves a tierra!



En un viaje (considerando que toda experiencia lo es) he querido que lo aprendido: las aves, dejen de volar en ese cielo ideal en el que se forma una experiencia, para que esta no se vuelva un fin, un camino predecible y fijo de nuestra vida. He querido que las aves no se pierdan en el sublime horizonte como un sueño diluido. He querido llamar su atención (despertar su rebeldía) hacia la tierra, abajo de los árboles, para que conozcan el territorio de su cazador; que no es más que un basto suelo de conocimiento; que se recorre con pasos torpes, y se guarda la posibilidad de volar.



En una fiesta de mierda, hecha con el propósito de recaudar fondos para un congreso de lengua y literatura que se haría en Mar del Plata, me volví a encontrar con las dos estudiantes de último año de Literatura que dirigieron el curso de ingreso el año en que llegué a este país. Al principio me causó mucha euforia y felicidad verlas, no sé si por mi estado alterado en ese momento por el alcohol y demás, o porque en la “realidad” me alegraba verlas. Una de ellas empezó, entonada también, a decirle a una de sus amigas que yo era uno de los mejores del ingreso de aquél año, que mi escritura en aquél análisis del cuento de J.Rulfo era “especial”. Yo intentaba callarla, le decía que no me dijera eso (seguro pensaría que lo hacía por modestia, pero no) que yo ya había desertado de la carrera…

Sus caras se fundieron en la desilusión a la que ya me he venido acostumbrando. Me preguntaron por qué, yo les dije que ya no juzgaba a la academia; que después de debatir durante mucho tiempo con ella había llegado a la conclusión de que ella es ella y yo soy yo, que somos incompatibles, así que yo la dejo ser (sabiendo que no hay nada mejor), para poder ser yo (si es que eso es posible).
Una de ellas me respondió –mientras la otra me fustigaba con su mirada de profesora que detrás de su silencio y su aparente escuchar, esconde la censura- que me entendía, que ella había llegado a algo similar pero ya acabando la carrera. Choqué mis manos con ella y le dije que así era mejor, luego me arrepentí, y me fui al otro lado de la balanza y, replanteando lo dicho, levanté mi sospecha y le expresé que no sabía en realidad si era mejor… Escuchaba atenta mis palabras, mientras la otra movía lentamente su cabeza negando. Seguro pensando que no me daba cuenta…- que aunque no quiero a la academia, tampoco la termino de reprobar porque sé que todos somos víctimas de ella: yo, ellas, y los profesores que con el pie metido en el barro no saben qué más hacer sino es meterlo más adentro del pozo. ¡Todos somos víctimas de la academia! -Les decía- Pero hay unos que somos más vulnerables que otros. Y, como por compasión, les dije que yo era más vulnerable. Pero bueno, ya me iba y terminé por decirles en ese momento que estábamos con los otros chicos en la esquina, que hay estaba mi amigo. ¡El que iba a ser el decano de la facultad!

Le dije a mi amigo, saltando de la alegría, que había estado con las chicas que nos habían hecho el ingreso, que estaba feliz por la conversación que habíamos tenido. Le conté lo sucedido. Me cuesta mucho recordar lo que expresó, pero era algo cercano a lo siguiente: me dijo que la gente como yo éramos como cenizas: nos desvanecíamos en el aire. Sabes por qué- le respondí- porque le echamos mucha leña al fuego de nuestras vidas, talamos todo el bosque dado para vivir porque no soportamos que todo esté tan oscuro. Que a la gente como yo –continuó- era a la que todos los estudiantes de letras terminaban leyendo, analizando. Que en el instante no se dan cuenta, pero que más adelante se van a acordar, que somos los que tatuamos nuestra alma –usando nuestro cuerpo como tinta- en el mundo para que luego el recuerdo sea más duradero. Le decía que no me importaba, y aún ahora me cuesta escribir lo que él decía al igual que me costó oírlo, porque yo no sé si me sienta tan así. Y si es así, es una sentencia en la que prefiero estar con los ojos vendados mientras baja la guillotina. Eso sí, taparme los oídos se me fue prohibido al igual que el tacto.
En ese instante, irrumpiendo, llegaron las dos chicas. Rápido le susurré a mi amigo: ¿por qué habrán venido exactamente en este instante…? No sé –me respondió- ya veremos…
Se dieron los saludos correspondientes. Nos preguntaron que si íbamos a ir al congreso, mi amigo respondió que tal vez, y yo les dije -airado aún por la conversación anterior- que si iba… ¡Iría por conocer por segunda vez el mar! A lo que recibí como respuesta la reprobación fija en su mirada cargada de fastidio hacia un borracho que no sabe lo que dice, pero... ¡Estudiantes de literatura! ¿¡Qué les pasa!? ¿No son los versos nacidos del mar los que ustedes analizan y estudian? ¿No son ustedes los que estudian y entienden esto? ¿Son ustedes hijos del mar o de un salón?... ¿Cómo perdieron el recuerdo del cálido y fraternal abrazo que brinda el mar?
La verdad que no lo sé. Solo soy un vago.

No me acuerdo que más se habló, solo se fueron perdiendo entre la multitud que bailaba bajo los láseres, el humo, la cerveza, la música… ¿Ahora sabes por qué vinieron? – Sí, ahora lo sabemos- le respondí a mi amigo. Le dije que él iba a ser el decano de esa universidad. Y espero que sea así… Esa es mi sentencia: el eco de su deseo.