Salí a caminar por
las calles de Córdoba, pero no estaba ahí. En realidad estaba, por
su humedad y lluvia, en mi pueblo, de donde soy, de donde mi madre me
parió. Caminaba y extrañamente las mujeres me parecían hermosas,
¡qué va! Los chicos también. Iba con dos buzos y una chaqueta de
frío polar (como les dicen acá) y en camino me puse la bufanda
negra que me tapaba la boca y nariz, cosa que los transeúntes solo
veían mis ojos que por instantes se eternizaban en el horizonte como
viendo sin ver; aunque también a algunos pocos los miré, en el
fondo pidiendo auxilio, no les miento.
Tenía un libro en
mi mochila: la mochila regalada por mi chica que no fue mía sino de
él. Pero bueno, ahora me acompaña. Agarré hacia arriba como por
instinto montañero y llegué al Buen Pastor: una galería con agua,
restaurante, venta de artículos en cueros argentinos y no sé qué
más. ¡Ah! sí, en la dictadura militar fue una cárcel de mujeres.
Ahí fui a parar. Caminaba por los balcones donde habían sillas,
niños, fotos de músicos nacionales y parejas besándose y parejas
besándose y más parejas besándose. Yo miraba sus labios de reojo.
Imperceptible y ligero caminaba. Y ellos, solamente veían mis ojos.
¿Qué color verían? ¿Qué verían tras mis ojos? Me imagino
cualquier bestialidad. Sigamos. Adelante, al lado de una silla en
donde había una chica sentada en piernas de su chico (besándose)
había otra silla, solitaria como yo, pero ella estaba vacía. Ahí
fui a dar. Me senté con las piernas congeladas y los mocos acuosos.
Estaba en una esquina y en la pared del lado un cajero electrónico.
Miré la lluvia cómo caía, bajé mi mirada y dio contra el libro
que ya estaba abierto en mis manos. Lo acabé. Pero antes tuve que
ver tanta gente hacer fila para sacar dinero, que, intuitivamente,
me di cuenta que eran más mujeres que hombres. Bueno, pero no quiero
detenerme en detalles. Después de acabar el libro con un final
lindísimo para lo que de mi país se puede esperar. Digo lindísimo
por la honestidad del escrito o algo así, porque no sé bien que
significa esa palabra.
Me llamó una amiga,
sí, me acuerdo, me dijo que si iba a la facultad (de letras, “lo
que estudio”) y le dije que no porque estaba leyendo, luego me
intentó invadir ese maldito, hijuepúta, sentimiento de culpa, pero
le gané -¡Timshal!- Le dije “si me aburro voy”. Solo,
andariego, medio raro y todo, pero no fui.
Había visto en
internet que a las seis de la tarde iban a dar una película en el
cineclub, pero se me había hecho tarde por acabar el libro y dejarlo
nuevamente en la biblioteca. Pero igual, seguí guiándome por el
desgano. Porque antes de que me llamaran juraba que se me había
quedado el celular en la residencia y no me devolví, no quería
llamadas ni nada, entonces no sabía la hora. Al final ahí apareció:
supe que era tarde para la película. Aun así me fui para el
cineclub.
Llegué y había
gente, a ninguno lo miré a los ojos. Compré la boleta y entré
directo, eran las 6:30 y la película me había estado esperando, sí,
esperaba que yo acabara el libro. Ahora que llegué al sur, bajo la
cruz del sur, me dio por leer lo que nunca había querido: literatura
Colombiana. Ver lo que nunca vi de mi tierra o al menos entender lo
que había visto o mirado. Lo que pasó por mis ojos, pero no por mi
conciencia, pero que estaba ahí metido, clavado, incrustado en mi
sagrado corazón.
La película, ahora
que estoy escribiendo, después de una conversación de paz en
Colombia con un empanadero y cinco empanadas, me doy cuenta que la de
berenjena fue la mejor. La película era de adolescentes niuyorquínos.
No me interesan ustedes y sus estúpidas películas con sexo y
amores. No quiero ver eso ahora que no tengo que comer, menos cuando
tenga. Pero en el fondo quiero verlo, por eso, porque no lo tengo,
pero después me siento el más idiota. Mejor me callo.
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