En
la euforia de mis primeros alegres vinos y el baile, ella sacó una
carta y dio muerte a su libro. Como epitafio, en su primera página,
escribió: “Para que aprenda y no sea predecible”. De ahí en
adelante yo empecé a andar, batiéndome en un camino incesante que
hasta ahora empezaba con aquél ataúd bajo el brazo.
En
el viaje el paisaje se hizo más llano. Los zapatos se rompieron. Y
la visión se empezó a velar hasta la nada. El eterno horizonte
desapareció y caí de rodillas... dios ya no existía: había
extraviado su nombre.
¿Dónde
pescar un nombre para él sin el horizonte?
El
horizonte está -escuché- solo que tu no lo ves. Elevé mi mirada
esperanzado, pero seguía la tiniebla. Corre el velo -volvió a
decir-
¿Qué
velo? Si lo que hay acá no es un velo, es la vida eterna: la
tiniebla perpetua.
Recordé
el libro. Sin verlo pasé sus hojas como las aspas de un molino y
sentí su brisa que susurraba: “Para que aprenda y no sea
predecible”. -Vaya y busque su propia muerte, no haga lo que hacen
los otros: querer ser inmortales.
Empecé
a imaginar que corría un velo tras otro con mis manos, como si cada
movimiento fuera un hechizo que creaba sin cesar. Creé un horizonte
que iba directo a mi tumba. Y Dios tenía nombre, siempre lo tuvo,
solo que no lo vi. Me dio su mano y marchamos descalzos. Su nombre
era Impredecible: aquél que no tiene límite.
Caspar Friedrich-La esposa antes del amanecer. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario