Caminábamos en las
tardes por el campo, días fríos y húmedos. Uno miraba, custodiaba mientras el
otro sacaba el briquet y encendía entre sus manos la pipa de madera. Le
llamábamos “Magia”. Caminábamos viendo las montañas, pasándonos la pipa el uno
al otro para “encantarnos”. Era nuestro derecho a ser jóvenes, a escondidas. No
sentíamos miedo a la realidad, la lidiábamos y huíamos volando entre nubes de
humo que rompíamos con nuestros rostros.
Reíamos sin poder contenernos, viajábamos entre una idea y otra, y como
canguros brincábamos a otra, inesperadamente, cambiando de sentido. Caminábamos
sin parar, el tiempo era vacio, ni la lluvia nos detenía, estábamos dentro de
nuestro mundo de soledad compartida. Era
ser niños otra vez.
El hambre, el placer de
comer nos llamaba, nos hacia saborear nuestros áridos paladares. Como
comadrejas debatíamos quién iba a ser el valiente que iría a la tienda y
compraría el chocorramo y el yogurt. A la final, siendo sincero, creo que fue
más veces él. Las palabras de la vieja raquítica de la tienda eran como chistes
y las miradas de los campesinos como jueces. Era una gran victoria, la celebrábamos
con risas, saltos y un “si viooo” “que gonorrea marica” “que chimmbaaa”. Y
disfrutábamos con placer la explosión de sabores en nuestra boca.
Eso que habíamos comido toda la vida, manifestaba
en aquel momento el mismo sabor que la primera vez, que ya, por costumbre, se
había vuelto “normal”. Y seguíamos nuestra marcha por Río Frío, Lourdes o Carrón, sin saber lo lejos o lo cerca que
estábamos. Nos acompañábamos. Los sitios que conocíamos se volvían a dejar
conocer como una maravilla recién descubierta, como si nunca hubiera sido
vista.
Cuando la magia estaba
perdiendo propulsión y aún estábamos lejos
del pueblo, torpemente, lentos por la belleza de las cosas que atraían
fácilmente nuestra atención, hacíamos piruetas con la pipa o “varita mágica”,
para cargarla de nuevo. Finalmente estaba lista, llena de nuevo. El fantasma nos
volvía a encantar, a poseer. La noche se asomaba. Contemplábamos las estrellas
titilantes, la luna llena, las luces sepias del pueblo, el camino que seguía y
seguía, la brisa húmeda y nuestros píes incansables. Cuando nos cruzábamos con
gente, sombras caminando o en bicicletas, se escuchaban nuestros susurros,
risas pícaras. Andado el sendero,
llegábamos al parque, nos acostábamos en el pasto azul. Luego, casi sonámbulos,
cada uno se iba a su casa, en silencio.