Con un dolor
inmenso entré al baño, todo igual: la ducha, el retrete, el lavamanos, el papel
higiénico, el champú, el jabón, las
baldosas con figuritas que se trasforman en personajes fantásticos; sin ventanas y dos bombillas. Entré, me quité
la ropa, me vi con disimulo al espejo y vi a ése que siempre está ahí con
ojeras y preferí, mejor así, no verlo más. Bajé la tapa del retrete y abrí la
llave de la ducha que empezó a expulsar el agua que se fue calentando poco a
poco hasta que el vapor invadió el recinto. Di mi primer paso, luego devolví la mirada al interruptor y sin pensarlo mucho apagué la luz. Todo quedó en
tinieblas. Extrañamente cerré los ojos cuando la luz se apagó y me puse rápidamente
bajo la ducha. Sentía como el vapor recorría todo el baño por medio de (imaginé
en ese momento) serpientes, podía ver mi cuerpo en esa oscuridad total; el baño
que era de más o menos dos metros de largo y uno de ancho se había vuelto un
sitio en la nada, donde sólo yo existía. No pude dejar de pensar en lo
simbólico que tenía esta situación, como si estuviera de nuevo en el vientre de
mi madre: no con recuerdos mentales sino físicos, corporales. Me sentía
protegido, tranquilo. Le di el rostro al chorro de agua y despacio, disfrutando
de tocar mi cuerpo, empecé a enjabonarme: pecho, brazos, espalda, abdomen,
nalgas hasta que llegué a donde mis manos querían llegar. Empecé a acariciarme,
quería que fuera despacio, y de pronto, me hallaba subiéndole la temperatura al
agua, sentía que podía resistirlo así me derritiera (o ese era, tal vez, mi verdadero deseo); miles de rostros y
cuerpos vistos y no vistos pasaron por mi cabeza y en el obelisco de aquella
selva tropical húmeda, estalló, se liberó el rugido del rey, del animal. Y de
inmediato, como interrumpido por un rayo mi mirada se dirigió hacia donde se
encontraba la puerta, el agua se salaba por culpa de mis lágrimas que se iban
al sifón. No quería salir del cálido sitio. De aquel vientre artificial, no
quería salir a la luz. Tal vez esa sensación quedó marcada en mí como un
recuerdo del alma, de aquél día en que nací seguramente sin querer. Y se me
viene a la cabeza en este momento aquellas palabras de películas que tanto
escuché “no vayas a la luz”, o, “ve a la luz” pero las decían cuando alguien se
iba a morir. ¿Será que cuando nací, morí? ¿La vida como la conocemos será otro gran vientre del que naceremos
cuando nos muramos? En fin, cerré la llave de la ducha, me sequé sin ninguna
limitación causada por la oscuridad y encendí la luz que me segó. La vida me
ciega a veces, me engrandece las pupilas. Sin más, me vestí y volví a nacer
para volver a morir recostado en mi cama.
No hay comentarios:
Publicar un comentario