lunes, 2 de septiembre de 2013

Baño

Con un dolor inmenso entré al baño, todo igual: la ducha, el retrete, el lavamanos, el papel higiénico, el champú, el jabón,  las baldosas con figuritas que se trasforman en personajes fantásticos;  sin ventanas y dos bombillas. Entré, me quité la ropa, me vi con disimulo al espejo y vi a ése que siempre está ahí con ojeras y preferí, mejor así, no verlo más. Bajé la tapa del retrete y abrí la llave de la ducha que empezó a expulsar el agua que se fue calentando poco a poco hasta que el vapor invadió el recinto. Di mi primer paso, luego devolví la mirada al interruptor y sin pensarlo mucho apagué la luz. Todo quedó en tinieblas. Extrañamente cerré los ojos cuando la luz se apagó y me puse rápidamente bajo la ducha. Sentía como el vapor recorría todo el baño por medio de (imaginé en ese momento) serpientes, podía ver mi cuerpo en esa oscuridad total; el baño que era de más o menos dos metros de largo y uno de ancho se había vuelto un sitio en la nada, donde sólo yo existía. No pude dejar de pensar en lo simbólico que tenía esta situación, como si estuviera de nuevo en el vientre de mi madre: no con recuerdos mentales sino físicos, corporales. Me sentía protegido, tranquilo. Le di el rostro al chorro de agua y despacio, disfrutando de tocar mi cuerpo, empecé a enjabonarme: pecho, brazos, espalda, abdomen, nalgas hasta que llegué a donde mis manos querían llegar. Empecé a acariciarme, quería que fuera despacio, y de pronto, me hallaba subiéndole la temperatura al agua, sentía que podía resistirlo así me derritiera (o ese era, tal vez, mi verdadero deseo); miles de rostros y cuerpos vistos y no vistos pasaron por mi cabeza y en el obelisco de aquella selva tropical húmeda, estalló, se liberó el rugido del rey, del animal. Y de inmediato, como interrumpido por un rayo mi mirada se dirigió hacia donde se encontraba la puerta, el agua se salaba por culpa de mis lágrimas que se iban al sifón. No quería salir del cálido sitio. De aquel vientre artificial, no quería salir a la luz. Tal vez esa sensación quedó marcada en mí como un recuerdo del alma, de aquél día en que nací seguramente sin querer. Y se me viene a la cabeza en este momento aquellas palabras de películas que tanto escuché “no vayas a la luz”, o, “ve a la luz” pero las decían cuando alguien se iba a morir. ¿Será que cuando nací, morí? ¿La vida como la conocemos  será otro gran vientre del que naceremos cuando nos muramos? En fin, cerré la llave de la ducha, me sequé sin ninguna limitación causada por la oscuridad y encendí la luz que me segó. La vida me ciega a veces, me engrandece las pupilas. Sin más, me vestí y volví a nacer para volver a morir recostado en mi cama.

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