miércoles, 17 de octubre de 2012

Humedal



A  sesenta kilómetros de la ciudad de Bogotá, en la sabana, se encontraban las montañas que bordeaban el valle por donde corría un río rodeado de sauces. A poca distancia de éste, había un humedal cubierto por plantas en la superficie donde las libélulas brillaban. Amablemente, el humedal le regalaba agua en la sequía al río y en la abundancia, le pedía prestada al acaudalado.

Un día, unas motobombas bestiales succionaron toda el agua del humedal, dejando así un cráter que rellenaron con los escombros de la ciudad.  “Esto es progreso” decía la gente asomándose por las ventanas de sus autos que transitaban por la vía hacia Bogotá.

Después de que llenaron el hueco, se construyó un enorme edificio, luego otro y otro, hasta completar un conjunto de ellos. La gente empezó a  habitar como hormigas estos edificios lujosos, “edificios inteligentes” les decían. 

Así pasaron los años y las generaciones se olvidaron de aquel hermoso humedal.

Ariel era un niño de seis años de edad, tenía unas gafas tan grandes que hacían ver sus ojos como de sapo. Le encantaba pintar, por eso siempre cargaba bajo su brazo el libro de dibujo y la caja de colores. Su familia había decidido marcharse a las afueras de la contaminada y sucia ciudad de Bogotá a respirar aire puro. A Ariel le fascinó la idea de ir a vivir al campo. Creía que como los grandes artistas, podría plasmar en su hoja de papel el paisaje que veía.

Así fue como sentado sobre una roca gris cubierta de líquenes, alistó su cuaderno y sacó punta a sus colores. En su horizonte se veían las montañas que parecían indígenas gigantes acostados contemplando el cielo. Los sauces dejaban caer su llanto de hojas sobre un río que serpenteaba, Al lado de él, se veía un conjunto de edificios en donde había un parqueadero de carros perfectamente organizados. “Aburridos” pensaba.

Ariel empezó a hacer su dibujo. Miraba el paisaje y luego lo ilustraba en su cuaderno. Casi terminando, pensó: “Creo que se vería mejor y más bonito un lago aquí”. Y así lo dibujó.

Al día siguiente en todos los medios de comunicación del país se anunciaba que el invierno había hecho estragos. El cielo estaba gris, las lluvias habían torrenciales, hubo aludes de tierra que enterraban las casas y las cosechas se vieron estropeadas por los predios inundados. 

En lo que más hizo énfasis los noticieros fue que el prestigioso conjunto de la sabana de Bogotá había quedado bajo el agua. Pedían a la gente rezar por aquella gente que sufría millonarias pérdidas.

Abrigado, Ariel tomó la sombrilla de su madre que estaba arrodillada frente al televisor, rezando por aquella gente que estaba a tan sólo unos kilómetros de su casa. Ariel aprovechó la distracción y a hurtadillas salió de la casa dirigiéndose a la roca de líquenes.

 Allí, en el horizonte, al igual que en su dibujo, se veía un gran lago. Pero Ariel, escondido bajo la sombrilla de la leve lluvia que caía en ese instante, pensó: “Algo le falta”. Así que desempañó sus enormes gafas, sacó punta a su color, y sin más, empezó a dibujar sobre el lago muchas plantas que flotaban: “Lentejas de agua”, así le habían enseñado en la clase de biología “Sirven para limpiar el agua sucia”, le dijo a su dibujo guiñándole su gigantesco ojo de sapo.

 Semanas después las lluvias no cesaban, “Es una tragedia nacional” decía el encorbatado señor de las noticias, “las plantas se tragan lo que queda del conjunto”, “los propietarios están intentando levantar una enorme muralla para detener el agua del creciente río” “intentan drenar el agua con motobombas, pero parece imposible”.

Ariel veía ahora a su padre que estaba arrodillado al lado de su madre rezándole al televisor. Se escabulló de nuevo para terminar su dibujo. Regresó a la roca de líquenes que ahora estaba siendo invadida por húmedos musgos, allí se sentó y miró al horizonte. “¡Está creciendo un muro!” dijo mientras limpiaba sus gafas para examinar mejor, pero el resultado fue el mismo: un muro que dividía el lago del río. Ariel, como un experto, hizo unos cuantos retoques en el dibujo. Y sonriente dijo: “¡ya está!”

Ariel miraba orgulloso su dibujo cuando llegó a casa. Fue directo a su cuarto y con una cuerdita colgó su dibujo al respaldo de la puerta. Mientras tanto, en el televisor, los titulares decían: “el agua ha subido en la sabana de Bogotá”, “el muro que se estaba construyendo ha desaparecido”, “la gente sigue rezando para que todo esto acabe pronto”, “el conjunto de la sabana ha desaparecido”.

Después de tantas lluvias, catástrofes, emergencias, inundaciones y millonarias pérdidas, el verano por fin llegó, pero el agua en la sabana de Bogotá no se había ido. El lago se había conservado cubierto con sus lentejas de agua. 

Al llegar de la escuela Ariel descolgó su maleta y encendió el televisor. Inmediatamente las noticias anunciaban: “Si señores, es increíble”, “han llegado desde el norte, dicen los biólogos”, “se han asentado para descansar”, “es posible que duren semanas”, “son hermosos”.

Ariel al escuchar esto sonrió y salió corriendo a su cuarto, cerro rápidamente la puerta y en el respaldo, allí, en el dibujo, se veían las montañas de la cordillera andina, el verde valle por donde surcaba el río rodeado de sauces llorones y el lago, donde se veían nadar a los coloridos patos y tingüas que habían regresado al humedal de la sabana.

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