lunes, 9 de junio de 2014

Cauchera

Yo nunca pude bajar a un pajarito. No por malo. Siempre me consideré certero. Más bien aprendí a imitar su canto y no a callarlo. Aún así mi amigo Ángel, que era el ducho de la cauchera, cada tanto me invitaba a almorzar azulejos al sartén. Y yo aceptaba. 

La cauchera estaba hecha con el guante de caucho roto que se usaba para lavar. Se trenzaba y se ataba a la lengua del zapato viejo con el que iba a la escuela años atrás. Esta lengua de cuero abrazaba a la piedra. Y se tensaba la goma. Con un ojo cerrado y otro abierto y el dedo gordo como mira, apuntaba y... lanzaba la piedra.

A mí, a diferencia de Ángel, me gustaba era lanzar las piedras al cielo y ver cómo se perdían a lo lejos. Como si fuera, me gusta pensar, un anhelo extraño: una piedra queriendo cambiar su destino, convirtiéndose en ave.

Luego me quedaba quieto y en silencio esperando la respuesta.

Al escuchar la piedra caer, rompiendo las hojas de los platanales como un meteorito, salía en su búsqueda.

Esa piedra desconocida y afortunada, como un pedasito de alma, que había elegido entre muchas otras, que hace un instante estaba volando y que caía en algún lugar al azar entre el monte, al reencontrarla, me producía una dicha maravillosa.

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