Yo
nunca pude bajar a un pajarito. No por malo. Siempre me consideré certero. Más bien aprendí a imitar su canto y no a callarlo. Aún así mi amigo Ángel, que era el ducho de la cauchera, cada tanto me invitaba a almorzar azulejos al sartén. Y yo aceptaba.
La cauchera estaba hecha con el guante de caucho roto que se usaba para lavar. Se trenzaba y se ataba a la lengua del zapato viejo con el que iba a la escuela años atrás. Esta lengua de cuero abrazaba a la piedra. Y se tensaba la goma. Con un ojo cerrado y otro abierto y el dedo gordo como mira, apuntaba y... lanzaba la piedra.
La cauchera estaba hecha con el guante de caucho roto que se usaba para lavar. Se trenzaba y se ataba a la lengua del zapato viejo con el que iba a la escuela años atrás. Esta lengua de cuero abrazaba a la piedra. Y se tensaba la goma. Con un ojo cerrado y otro abierto y el dedo gordo como mira, apuntaba y... lanzaba la piedra.
A mí, a diferencia de Ángel, me gustaba era lanzar las piedras al cielo y ver cómo se perdían
a lo lejos. Como si fuera, me gusta pensar, un anhelo extraño: una piedra queriendo cambiar su destino, convirtiéndose en ave.
Luego
me quedaba quieto y en silencio esperando la respuesta.
Al
escuchar la piedra caer, rompiendo las hojas de los platanales como un
meteorito, salía en su búsqueda.
Esa
piedra desconocida y afortunada, como un pedasito de alma, que había elegido entre muchas otras, que hace
un instante estaba volando y que caía en algún lugar al azar entre
el monte, al reencontrarla, me producía una dicha maravillosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario