lunes, 1 de septiembre de 2014

¡AH, QUÉ RICO!


Siente algo raro cuando pasa bajo las sombra de los árboles y de los edificios. Algo así como lo que se siente al contemplar un gusano que penetra por el único orificio de carne de una esfera de hierro. Trenza su lengua y luego la muerde para que no se desate. Mientras camina por la acera, hacia su trabajo, rastrilla sus uñas contra la palma de sus manos. Pero cuando la sombra se acaba, y sigue un claro, con los ojos entreabiertos, como un par de puertas de salida, él deja entrar el resplandor del sol.

Percibe algo invisible. Lo sigue una fuerza que parece hecha de nada. Una figura muy parecida a él lo orbita en silencio, cuando las sombras lo empalidecen. Hay momentos en que sienten esperanza porque sus narices llegan a estar tan cerca que están a punto de chocar. En otras ocasiones, la presencia camina tras de él y mira sus talones que se alejan en la angustia del vacío. Pero cae en cuenta, y se apresura para alcanzarlo. Aún así en las sombras de los árboles o edificios, nunca llegan a unirse.

Pero esto es cuando ya la noche, que hay entre el límite de un claro de luz y otro, acaba. Es ahí, en ese amanecer efímero, cuando, después de caminar sobre y bajo la sombra de un árbol o edificio, aquél que lo acompaña mientras camina por acera hacia su trabajo, y él mismo, desaparecen súbitamente.

Cuando él mira el sol, los dos lo miran, porque son uno solo. Una cosa que viene en el rayo de luz, que no sabe qué es, los une. Dejan de huir el uno del otro y ¡ah! Qué rico se siente. Y algo cambia en ambos, o, algo se completa. Uno le brinda la boca y el otro las palabras. Uno le brinda el cuerpo al otro, y el otro, le brinda eso que hace que ya no contemple al gusano ni la carne que penetra en la esfera de hierro, contemplando así únicamente el sol. Haciendo que sus dientes liberen su lengua que se desenrolla haciendo girar sus alas. Que los estigmas que se abrió con las uñas, se sanen con las caricias de las yemas de sus dedos. Y siguen caminando por la acera. Y la gente que pasa alrededor y los miran, se contagian de la sonrisa que ondean. Suspiran y dicen: ¡ah qué rico!.


Pero, de nuevo, llegan las sombras. Y como si se cortara un hilo en tensión, se separan de nuevo. Pero el que trabaja y el que lo acompaña, a un paso de distancia, miran la copa de los árboles o las antenas de los edificios y ven allí el reflejo del sol. Y esperan, esperan a que un clarito en el camino los vuelva a unir, para decir, al unísono: ¡ah, qué rico!.

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