Siente
algo raro cuando pasa bajo las sombra de los árboles y de los
edificios. Algo así como lo que se siente al contemplar un gusano
que penetra por el único orificio de carne de una esfera de hierro.
Trenza su lengua y luego la muerde para que no se desate. Mientras
camina por la acera, hacia su trabajo, rastrilla sus uñas contra la
palma de sus manos. Pero cuando la sombra se acaba, y sigue un claro,
con los ojos entreabiertos, como un par de puertas de salida, él
deja entrar el resplandor del sol.
Percibe
algo invisible. Lo sigue una fuerza que parece hecha de nada. Una
figura muy parecida a él lo orbita en silencio, cuando las sombras
lo empalidecen. Hay momentos en que sienten esperanza porque sus
narices llegan a estar tan cerca que están a punto de chocar. En
otras ocasiones, la presencia camina tras de él y mira sus talones
que se alejan en la angustia del vacío. Pero cae en cuenta, y se
apresura para alcanzarlo. Aún así en las sombras de los árboles o
edificios, nunca llegan a unirse.
Pero
esto es cuando ya la noche, que hay entre el límite de un claro de
luz y otro, acaba. Es ahí, en ese amanecer efímero, cuando, después
de caminar sobre y bajo la sombra de un árbol o edificio, aquél que
lo acompaña mientras camina por acera hacia su trabajo, y él mismo,
desaparecen súbitamente.
Cuando
él mira el sol, los dos lo miran, porque son uno solo. Una cosa que
viene en el rayo de luz, que no sabe qué es, los une. Dejan de huir
el uno del otro y ¡ah! Qué rico se siente. Y algo cambia en ambos,
o, algo se completa. Uno le brinda la boca y el otro las palabras.
Uno le brinda el cuerpo al otro, y el otro, le brinda eso que hace
que ya no contemple al gusano ni la carne que penetra en la esfera de
hierro, contemplando así únicamente el sol. Haciendo que sus
dientes liberen su lengua que se desenrolla haciendo girar sus alas.
Que los estigmas que se abrió con las uñas, se sanen con las
caricias de las yemas de sus dedos. Y siguen caminando por la acera.
Y la gente que pasa alrededor y los miran, se contagian de la sonrisa
que ondean. Suspiran y dicen: ¡ah qué rico!.
Pero,
de nuevo, llegan las sombras. Y como si se cortara un hilo en
tensión, se separan de nuevo. Pero el que trabaja y el que lo
acompaña, a un paso de distancia, miran la copa de los árboles o
las antenas de los edificios y ven allí el reflejo del sol. Y
esperan, esperan a que un clarito en el camino los vuelva a unir,
para decir, al unísono: ¡ah, qué rico!.
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