Las palabras cotidianas se van gastando, como si cada vez
que se pronunciaran fuera un machetazo que acorta la profundidad de su
significado, quedando como cascarones vacíos.
Cada día en el trabajo mi “buenos días ¿qué desea?” -como genio de la panadería- se llena de
significado por el cliente, no por mí.
Es así como me gano el mérito de cordial y bien educado;
facultades con las cuales, el que se siente elogiado, pierde… por eso, porque
viene de la nada. Pero se aceptan como representación solo para ahorrarse
problemas estúpidos.
Andar en aquella vacuidad pincela las ojeras; la distancia
entre mis ojos y nuca es como ir de lo eterno a lo infinito: tanto camina mi
ser con manos en los bolsillos que reza entre susurros, sin parar: “un paso
más, un paso más, un paso más…” que se aleja y da la espalda –mientras sonreímos
falsamente al cliente- queriendo salir por la puerta trasera; y el ser de
nuestras necesidades materiales y el de las espirituales se disocian, dejando
al primero automatizado, como robot. Es esta la clave, dicen, de poder aguantar
el trabajo que no elegiste por gusto.
Pero mi dolor en los pies no los siente una máquina.
Y ese nuevo paso que se da pisa las incipientes estalagmitas
que se clavan en mis talones y crecen como gemelas hasta rasgar todo mi cuerpo
y salir impávidas por mi cráneo, hasta dejarme cuernos, cual presa: es ese el
dolor que aún me mantiene como unidad. Y esos cuernos mi arma.
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